sábado, 31 de enero de 2009

Sin saber

Esta cancion es xevere.....sin aluciones personales porsiacaso ¿si o no?

domingo, 25 de enero de 2009

El Lago de los cisnes

Que hermosa es la naturaleza

Overtura de Opera Guillermo Tell

Una de mis musica preferidas sobre todo la parte del minuto 3





La Naranja Mecanica-Pelea de Pandillas

El Tramposo-La Sarita

No he sido tan mujeriego que digamos, nunca tuve mucha suerte en el amor,
con la misma piedra siempre he tropezado, y ésta vez me tropecé con un rocón,
tu figura reflejada en el espejo, ésa forma de tocarte frente a él,
tu boquita que me llevó hacia el pecado, los motivos que me hicieron hombre infiel.
Coro:
El que nunca pecó que tire la primera piedra,
que cosa es el amor, sino una vaga idea,
a veces es mejor buscar con quien te entiendas,
¿Qué cosa es el amor?
Es extraño no encontrarte nunca en casa, que en las madrugadas andes por ahí,
esa forma tan canina de vestirte, me hacen pensar cosas tan feas de ti.
Finalmente no me importa lo que seas, así fueras la reina de un lupanar,
te amaría sin prejuicios ni fronteras, el amor nunca escoge a quien amar.
Repite el Coro.
Todo iba sobre ruedas con la gila, pero un día algo extraño sucedió,
sin mediar explicación se hizo humo, y a la hora de la cita no llegó.
La llamé para pedirle explicaciones, sólo una grabadora contestó,
su mamá al escuchar que era mi nombre, inmediatamente a ella la negó.
Sólo pido que contestes mis llamadas, y a mis dudas pongas algo de atención,
mira eso no te cuesta nada, por favor ten algo de compasión.
Repite el Coro 2 veces.




sábado, 17 de enero de 2009

CHE GUEVARA

Amor en la Higuera

YO MATE AL CHE

YO MATÉ AL CHE
Víctor Montoya
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Cuando me tocó la orden de eliminar al Che, por decisión del alto mando militar boliviano, el miedo se instaló en mi cuerpo como desarmándome por dentro. Comencé a temblar de punta a punta y sentí ganas de orinarme en los pantalones. A ratos, el miedo era tan grande que no atiné sino a pensar en mi familia, en Dios y en la Virgen.
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Sin embargo, debo reconocer que, desde que lo capturamos en la quebrada del Churo y lo trasladamos a La Higuera, le tenía ojeriza y ganas de quitarle la vida. Así al menos tendría la enorme satisfacción de que por fin, en mi carrera de suboficial, dispararía contra un hombre importante después de haber gastado demasiada pólvora en gallinazos.
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El día que entré en el aula donde estaba el Che, sentado sobre un banco, cabizbajo y la melena recortándole la cara, primero me eché unos tragos para recobrar el coraje y luego cumplir con el deber de enfriarle la sangre.
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El Che, ni bien escuchó mis pasos acercándome a la puerta, se puso de pie, levantó la cabeza y lanzó una mirada que me hizo tambalear por un instante. Su aspecto era impactante, como la de todo hombre carismático y temible; tenía las ropas raídas y el semblante pálido por las privaciones de la vida en la guerrilla.
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Una vez que lo tenía en el flanco, a escasos metros de mis ojos, suspiré profundo y escupí al suelo, mientras un frío sudor estalló en mi cuerpo. El Che, al verme nervioso, las manos aferradas al fusil M-2 y las piernas en posición de tiro, me habló serenamente y dijo: Dispara. No temas. Apenas vas a matar a un hombre.
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Su voz, enronquecida por el tabaco y el asma, me golpeó en los oídos, al tiempo que sus palabras me provocaron una rara sensación de odio, duda y compasión. No entendía cómo un prisionero, además de esperar con tranquilidad la hora de su muerte, podía calmar los ánimos de su asesino.
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Levanté el fusil a la altura del pecho y, acaso sin apuntar el cañón, disparé la primera ráfaga que le destrozó las piernas y lo dobló en dos, sin quejidos, antes de que la segunda ráfaga lo tumbara entre los bancos desvencijados, los labios entreabiertos, como a punto de decirme algo, y los ojos mirándome todavía desde el otro lado
de la vida.
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Cumplida la orden, y mientras la sangre cundía en la tierra apisonada, salí del aula dejando la puerta abierta a mi espalda. El estampido de los tiros se apoderó de mi mente y el alcohol corría por mis venas. Mi cuerpo temblaba bajo el uniforme verde olivo y mi camisa moteada se impregnó de miedo, sudor y pólvora.
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Desde entonces han pasado muchos años, pero yo recuerdo el episodio como si fuera ayer. Lo veo al Che con la pinta impresionante, la barba salvaje, la melena ensortijada y los ojos grandes y claros como la inmensidad de su alma.
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La ejecución del Che fue la zoncera más grave en mi vida y, como comprenderán, no me siento bien, ni a sol ni a sombra. Soy un vil asesino, un miserable sin perdón, un ser incapaz de gritar con orgullo: ¡Yo maté al Che! Nadie me lo creería, ni siquiera los amigos, quienes se burlarían de mi falsa valentía, replicándome que el Che no ha muerto, que está más vivo que nunca.
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Lo peor es que cada 9 de octubre, apenas despierto de esta horrible pesadilla, mis hijos me recuerdan que el Che de América, a quien creía haberlo matado en la escuelita de La Higuera, es una llama encendida en el corazón de la gente, porque correspondía a esa categoría de hombres cuya muerte les da más vida de la que tenían en vida.
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De haber sabido esto, a la luz de la historia y la experiencia, me hubiese negado a disparar contra el Che, así hubiera tenido que pagar el precio de la traición a la patria con mi vida. Pero ya es tarde, demasiado tarde...
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A veces, de sólo escuchar su nombre, siento que el cielo se me viene encima y el mundo se hunde a mis pies precipitándose en un abismo. Otras veces, como me sucede ahora, no puedo seguir escribiendo; los dedos se me crispan, el corazón me golpea por dentro y los recuerdos me remuerden la conciencia, como gritándome desde el fondo de mí mismo: ¡Asesino!
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Por eso les pido a ustedes terminar este relato, pues cualquiera que sea el final, sabrán que la muerte moral es más dolorosa que la muerte física y que el hombre que de veras murió en La Higuera no fue el Che, sino yo, un simple sargento del ejército boliviano, cuyo único mérito -si acaso puede llamarse mérito- es haber disparado contra la inmortalidad.